Hypnos. H.P. Lovecraft
A propósito del sueño, esa siniestra aventura de
todas nuestras noches, podríamos decir que los
hombres se acuestan diariamente con una osadía
incomprensible,
si no supiéramos que es a causa de la ignorancia del
peligro.
(Baudelaire)
¡Ojalá los dioses misericordiosos, si existen efectivamente,
protejan esas horas en que ningún poder de la voluntad, ni las drogas
inventadas por el ingenio del hombre, pueden mantenerme alejado del abismo del
sueño! La muerte es misericordiosa, ya que de ella no hay retorno; pero para
aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y
consciente, no vuelve a haber paz. Fui un loco al sumergirme con tan inmoderado
frenesí en misterios que nadie ha intentado penetrar; y fue un loco, o un dios,
este único amigo mío que me guió y fue delante de mí, ¡y entró al fin en
terrores que pueden llegar a ser los míos!
Recuerdo que nos conocimos en una estación de ferrocarril,
donde era el centro de atención de una multitud de vulgares curiosos. Estaba
inconsciente, y había caído en una especie de convulsión que había sumido su
cuerpo flaco y vestido de negro en una extraña rigidez. Creo que por entonces
frisaba en los cuarenta, ya que había profundas arrugas en su cara pálida y consumida
—aunque oval y verdaderamente hermosa—, grises estrías en su cabello ondulado y
espeso, y una barba corta y ancha que en otro tiempo fue negra como un ala de
cuervo. Tenía la frente blanca como el mármol de Pentélico, y alta y ancha casi
como la de un dios.
Me dije a mí mismo, con todo mi ardor de escultor, que este
hombre era la efigie de un fauno sacada de la antigua Hélade, desenterrada de
entre las ruinas de un templo, y animada de alguna forma en nuestra época
sofocante, sólo para que sintiese el frío y la tensión de los años
devastadores. Y cuando abrió sus inmensos, hundidos, extraviados ojos negros,
supe que en adelante seria mi único amigo —el único amigo de quien jamás había
tenido amigo alguno—; porque me di cuenta de que aquellos ojos habían
contemplado plenamente la grandeza y el terror de regiones que estaban más allá
de la conciencia normal y de la realidad; regiones que yo había amado en mi
fantasía, aunque buscaba en vano.
Así que aparté a la multitud y le dije que debía venir a
casa conmigo, y ser mi maestro y mi guía por los misterios insondables; y él
asintió sin proferir una sola palabra. Después, descubrí que su voz era música:
una música de profundas violas y de esferas cristalinas. Hablamos con
frecuencia por la noche y durante el día, mientras yo esculpía bustos suyos y
tallaba en marfil miniaturas de su cabeza para inmortalizar sus diversas
expresiones.
Es imposible hablar de nuestras conversaciones, ya que
tenían muy poco que ver con las cosas del mundo que los hombres conocen. Se
referían a ese universo inmenso y sobrecogedor, de brumosa entidad y
conciencia, que está por debajo de la materia, el tiempo y el espacio, y cuya
existencia vislumbramos tan sólo en determinados sueños... en esos sueños raros
que están más allá de los sueños que jamás visitan a los hombres ordinarios, y
tan sólo una o dos veces en la vida a los hombres con imaginación.
El cosmos de nuestra conciencia nace de ese universo como
nace una burbuja de la pipa de un bromista: lo toca como puede tocar la burbuja
su sardónica fuente al ser reabsorbida por el bromista caprichoso. Los hombres
de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los
sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen. Un hombre de ojos
orientales ha dicho que todo tiempo y espacio son relativos, y los hombres se
han reído. Pero incluso ese hombre de ojos orientales no ha llegado más que a sospechar.
Yo había querido e intentado ir más allá; en cuanto a mi amigo, lo había
intentado y conseguido parcialmente. Así que lo intentamos juntos; y con drogas
exóticas buscamos terribles y prohibidos sueños en el estudio que yo tenía en
la torre de la casa solariega del viejo Kent.
Entre las angustias de los días que siguieron está el mayor
de los suplicios: la inefabilidad. Jamás podré explicar lo que vi y conocí
durante esas horas de impía exploración, por falta de símbolos y capacidad de
sugerencia de los idiomas. Digo esto porque de principio a fin, nuestros
descubrimientos sólo participaban de la naturaleza de las sensaciones;
sensaciones que nada tenían que ver con ninguna de las impresiones que el
sistema nervioso de la humanidad normal es capaz de recibir.
Eran sensaciones; pero dentro de ellas había elementos
increíbles de tiempo y de espacio... cosas que en el fondo poseen una
existencia clara y definida. Los términos que mejor pueden sugerir el carácter
general de nuestras experiencias son los de inmersiones o ascensiones; pues en
cada revelación, una parte de nuestra mente se separaba de cuanto es real y
presente, y se precipitaban etéreamente en espantosos, oscuros y sobrecogedores
abismos, traspasando a veces ciertos obstáculos definidos y característicos que
sólo podría describir como viscosas y groseras nubes de vapor.
Estos vuelos negros e incorpóreos los realizábamos unas
veces en solitario, y otras veces juntos. Cuando lo hacíamos juntos, mi amigo
iba siempre muy delante de mí; podía percibir su presencia a pesar de nuestra
carencia de forma, por una especie de memoria gráfica mediante la cual se me
representaba su rostro, dorado por una extraña luz y de una belleza
sobrecogedora, con sus mejillas excepcionalmente juveniles, sus ojos ardientes,
su frente olímpica, su cabello oscuro y su barba crecida.
No teníamos constancia del paso del tiempo, porque el tiempo
se había convertido para nosotros en una mera ilusión. Sólo sé que había en
todo ello algo muy singular, dado que finalmente comprobamos maravillados que
no envejecíamos. Nuestras conversaciones eran impías y siempre espantosamente
ambiciosas: ningún dios ni demonio podía haber aspirado a descubrimientos y
conquistas como los que nosotros planeábamos en voz baja. Me estremezco al hablar
de ellos, y no soy capaz de detallarlos; aunque si quiero decir aquí que mi
amigo escribió sobre el papel un deseo que no se atrevió a formular con
palabras; después me hizo quemar el papel, y se asomó asustado a la ventana
para observar el cielo tachonado de la noche.
Pero quiero indicar -indicar tan sólo- que sus proyectos
implicaban el gobierno del universo y mucho más; proyectos en los que la tierra
y las estrellas se moverían a su antojo, y serían suyos los destinos de todos
los seres vivientes. Afirmo — juro.—- que yo no compartí tan extremadas
aspiraciones. Cualquier cosa que haya dicho o escrito mi amigo en sentido
contrario, debe ser considerado un error, pues no soy un hombre tan fuerte como
para exponerme a las inefables esferas, ya que seria el único medio de
conseguirlo.
Hubo una noche en que los vientos de los espacios
desconocidos nos hicieron girar de forma irresistible hacia los vacíos
ilimitados que se abren más allá de todo pensamiento y entidad. Sobre nosotros
se precipitaron en tropel percepciones enloquecedoramente inexpresables;
percepciones de infinitud que entonces nos estremecieron de gozo, y cuyo
recuerdo en parte he perdido, y en parte soy incapaz de transmitir a los demás.
Desgarramos viscosos obstáculos al traspasarlos en rápida sucesión, y
finalmente sentí que habíamos alcanzado las regiones más lejanas de cuantas
habíamos visitado anteriormente.
Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos
precipitamos en ese océano pavoroso de éter virgen, y pude ver la siniestra
exultación de su joven, flotante y luminoso rostro-recuerdo. De pronto, dicho
rostro perdió consistencia, desapareció, y muy poco después me sentí proyectado
contra un obstáculo que no me fue posible penetrar. Era como los demás, pero
incalculablemente más denso; parecía una masa húmeda y pegajosa, si es que
tales términos pueden aplicarse a cualidades análogas pertenecientes a una
esfera no-material.
Sentí que me había detenido una barrera que mi amigo y guía
había logrado traspasar. Tras nuevos esfuerzos, llegué al final del sueño de la
droga y abrí mis ojos físicos para encontrarme en el estudio de la torre, en
cuyo rincón opuesto descubrí recostada, todavía inconsciente, la figura de mi
compañero de sueño, pálida e insensatamente hermosa bajo la luz verde y dorada
de la luna que bañaba sus marmóreas facciones.
Luego, tras un corto intervalo, la figura del rincón se
agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni oír otra escena como la que se
desarrolló delante de mí. No puedo decir cómo gritaba, ni qué visiones de
infiernos inexplorados brillaron durante un segundo en sus ojos negros, locos
de terror. Sólo sé decir que me desvanecí, y que no me recobré hasta que él me
sacudió frenéticamente para que alguien le ayudase a conjurar el horror y la
desolación.
Este fue el fin de nuestras incursiones voluntarias en las
cavernas del sueño. Sobrecogido, tembloroso, lleno de presagios por cruzar la
barrera, mi amigo consideró aconsejable que no nos adentráramos nunca más en
esas regiones. No se atrevió a contarme lo que había visto; pero dijo
juiciosamente que debíamos dormir lo menos posible; aun cuando necesitáramos
tomar alguna droga para mantenernos despiertos. El terror inexpresable en que
me sumía cada vez que perdía la conciencia me hizo comprender muy pronto que
tenía razón.
Después de cada breve e inevitable período de sueño, me
sentía más viejo, mientras que mi amigo envejecía con una rapidez casi
asombrosa. Es espantoso ver aparecer las arrugas y volverse blanco el cabello
casi a ojos vistas. Nuestra forma de vida se había alterado ahora casi por
completo. Persona de vida recluida por lo que yo sabia, mi amigo— cuyo nombre y
origen jamás saldrán de mis labios- había cobrado un miedo frenético a la
soledad. Por la noche no quería estar solo, ni le tranquilizaba la compañía de
unas pocas personas. Sólo encontraba alivio en las fiestas más concurridas y
bulliciosas; de modo que eran pocas las reuniones de gentes jóvenes y alegres a
las que nosotros no asistíamos.
Nuestro aspecto y edad parecían causar en muchas ocasiones
un ridículo que a mi me ofendía profundamente, pero que mi amigo consideraba
menos malo que la soledad. Especialmente, temía encontrarse solo fuera de casa
cuando lucían las estrellas; y si no era posible evitarlo, miraba furtivamente
el cielo como si le persiguiese alguna monstruosa entidad del firmamento. No
siempre miraba en la misma dirección: según la época, vigilaba un punto
distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el
verano, casi verticalmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno,
hacia el este; especialmente, en las primeras horas de la madrugada.
Las noches de mediados de invierno eran para él menos
terribles. Sólo unos dos años después relacioné sus temores con algo definido;
pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto especial de la bóveda
celeste, cuya posición en las diferentes épocas correspondía a la dirección de
su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Corona
Borealis.
Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos separábamos
nunca, y hablábamos constantemente de los tiempos en que tratábamos de sondear
los misterios del mundo irreal. Las drogas, las disipaciones y el agotamiento
nervioso nos habían envejecido y debilitado, y la barba y el pelo cada vez más
escaso de mi amigo se habían vuelto completamente blancos. Nuestra capacidad
para evitar un sueño prolongado era sorprendente, ya que rara vez sucumbíamos
más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en
espantosa amenaza.
Entonces llegó un mes de enero cargado de niebla y de
lluvia, en que escaseaba nuestro dinero y nos era difícil comprar drogas.
Habíamos vendido todas nuestras estatuas y cabezas de marfil, y no teníamos
recursos para adquirir material nuevo, ni fuerzas para modelar el que nos
quedaba. Sufríamos terriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño
profundo del que no conseguí despertarle. Aún recuerdo la escena: el estudio,
en una buhardilla oscura y desolada, bajo el alero hostigado por la lluvia; los
golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros
relojes, encima del tocador; el vaivén de una contraventana, en algún lugar
remoto de la casa; el rumor lejano de la ciudad, amortiguado por la niebla y el
espacio, y —lo peor de todo— la profunda, sosegada y siniestra respiración de
mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los
momentos de miedo y de angustia preternaturales de su espíritu, mientras vagaba
por las esferas prohibidas, infinita y pavorosamente remotas.
La tensión de mi vigilancia se volvió opresiva, y una
sucesión de impresiones y asociaciones se agolparon en mi mente casi
desquiciada. Oí que un reloj -no los nuestros, ya que no eran de campana— daba
la hora en alguna parte, y mi morbosa imaginación encontró en esto un nuevo
punto de partida para ociosas divagaciones. Relojes-tiempo-espacio-infinito;
después, mi imaginación volvió a lo local, mientras pensaba que aun ahora, más
allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se
elevaba por el nordeste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y
cuyo semicírculo de estrellas titilantes resplandecía sin duda a través de
inconmensurables abismos de éter.
De repente, mis oídos febrilmente sensibles, parecieron
captar un componente enteramente distinto en la nueva mezcolanza de ruidos
ampliados por la droga: fue un quejido ronco, lejanísimo, detestablemente
insistente, que clamaba, se burlaba, llamaba desde el nordeste.
Pero no fue este quejido lo que me privó de mis facultades y
me grabó en el alma un sello de terror del —que quizá no llegue a librarme
jamás—; no fue aquello lo que me hizo gritar y me produjo las convulsiones que
decidieron a los vecinos y a la policía a derribar la puerta. No fue lo que oí,
sino lo que vi; porque en esa habitación oscura de cortinas corridas y
contraventanas cerradas apareció, desde el oscuro rincón nordeste, un haz de
horrible luz roja y dorada; un haz que no difundió resplandor alguno entre las
sombras, sino que iluminó tan sólo la cabeza recostada del inquieto durmiente,
extrayendo en espantoso duplicado el rostro-recuerdo, luminoso y extrañamente
joven, tal como yo lo había percibido en los sueños de espacio abismal y tiempo
desencadenado, al traspasar mi amigo la barrera y adentrarse en las cavernas
más secretas, profundas y prohibidas de la pesadilla.
Y mientras le observaba, le vi levantar la cabeza, con sus
ojos negros, líquidos, hundidos y llenos de terror, y abrir sus labios finos y oscuros
como si fuese a proferir un grito desgarrado.
Aquel rostro espantoso y flexible, brillando sin cuerpo,
luminoso y rejuvenecido en la negrura, reflejó un terror más puro, sofocante y
enloquecedor que nada de cuanto ha visto jamás en el cielo y en la tierra.
No sonó una palabra en medio de aquel rumor distante que se
acercaba más y más; pero seguir la mirada frenética del rostro recuerdo a lo
largo del detestable haz de luz hacia su fuente, de la que también procedía el
gemido, vi algo fugazmente y, con un zumbido en los oídos, caí en el ataque de
epilepsia y alaridos que atrajo a los inquilinos y a la policía. Jamás he
sabido explicar, por mucho que lo he intentado, qué fue realmente lo que vi; ni
ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inmóvil; porque si bien debió de ver
bastantes cosas más que yo, jamás volverá a hablar. Pero estaré siempre en
guardia contra el insaciable y burlesco Hipnos, señor del sueño, contra el
cielo nocturno, y contra las locas ambiciones del saber y la filosofía.
No se sabe exactamente qué sucedió, pues no sólo mi mente,
desequilibrada por el ser horrendo y extraño, sino también otras quedaron
contaminadas por un olvido que no puede significar otra cosa que la locura.
Dicen, no sé por qué razón, que yo nunca he tenido ningún amigo; y que el arte,
la filosofía y la locura han llenado siempre mi trágica existencia. Los
inquilinos y la policía me tranquilizaron esa noche, y el doctor me administró
algo para calmarme; pero nadie se dio cuenta del pesadillesco suceso que tuvo lugar.
No les inspiró ninguna compasión mi amigo fulminado; lo que encontraron en el
lecho del estudio les movió a alabarme de una forma que me produjo náuseas, y
que ahora me hace gozar de una fama que desprecio desesperadamente, mientras
sigo aquí, sentado horas y horas, calvo, con la barba gris, consumido,
paralítico, enloquecido por las drogas, quebrantado y en perenne adoración del
objeto que descubrieron.
Pues sostienen que no vendí la última de mis estatuas, y me
señalan extasiados lo que el resplandeciente haz de luz enfrió, petrificó e
hizo enmudecer. Eso es todo lo que queda de mi amigo; del amigo que me condujo
a la locura y la ruina: una cabeza divina —de un mármol como sólo la vieja
Hélade pudo producir— y joven, con una juventud que escapa al tiempo, y un
rostro hermoso y barbado, oval, de labios sonrientes, frente olímpica, espesos
mechones ondulados, y coronado de amapolas. Dicen que ese obsesivo
rostro-recuerdo está modelado a imagen del mío propio, tal como era yo a los
veinticinco años; en la base de mármol hay esculpido un sencillo nombre en
caracteres áticos: HYPNOS.
H.P. Lovecraft (1890-1937